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CUANDO LA MUERTE LOS UNE

Por Aldo Luberta Martínez

«La gente camina sin rumbo, no tiene tiene motivos para vivir. La gente no cree ni en Díaz Canel, ni en nada que huela a revolución. La gente vive para sobrevivir y el tema de conversación fundamental, el que se pone en el tapete cada vez que llegas a visitar a alguien, es la inflación. Que todo cuesta miles de pesos y no hay miles de pesos para enfrentarla. Para que tengan una idea: en el 2019 aplicaron el reordenamiento económico, esa porquería liderada por Marino Murillo, y subieron los salarios. El año pasado, en el 2022, un taxi de mi casa al aeropuerto me costó ochocientos pesos; este año me querían cobrar cuatro mil ochocientos pesos. ¡El precio del taxi aumentó cuatro mil pesos en un año!»

Miguel Cruz

 Cubano residente en Paraguay

 

Francisco camina sin rumbo.

La derruida urbe —triste y silenciosa— acompaña su sufrido andar. Diariamente, «Paco» —otrora docente de reconocido prestigio y amplia erudición— vaga impulsado por una gran necesidad: alimentarse.

Por sus años de servicio —hoja de vida rebosante de medallas, diplomas, objetos de cerámica y un ventilador, burlescos premios a un intelecto grande y universal— recibe una magra pensión que, como a cualquier jubilado, «no me alcanza ni para el pan de cada día».

Francisco vive solo.

«¿Quiere dos papas? Es lo único que tengo. Las puede hervir. Es poco, pero es mejor que nada».

El octogenario cerró para siempre los ojos de Olga, su fiel compañera por casi seis décadas. La depresión, además de la nostalgia, un dúo nada aconsejable, hace más tortuosa su existencia.

«Ay, profesor, hoy no lo puedo ayudar. El pedacito de pan que tenía de ayer se lo di al niño para la merienda de la escuela, fui temprano a la panadería, pero no hay nada. Pase más tarde a ver».

Es Francisco contra el mundo, contra la miseria, contra el hambre, contra la depauperación humana. Muchos se preocupan por su situación —menos el Estado «robolucionario» que, desde el 1 de enero de 1959, «desde el primer impar de enero», se proyecta benevolente, pero nada le importa— sin embargo, poco pueden hacer: ¿hijos? Nunca llegaron; ¿sobrinos? Viven desde hace mucho en el extranjero; ¿hermanos? Residen junto a sus retoños allende los mares; ¿vecinos? Excelentes personas, pero también sin recursos.

«Todos estamos mal».

Hipertenso, diabético, con serios problemas óseos, Francisco, según recuerda, hace más de doce horas que no prueba alimentos. «Desde ayer al mediodía que me tomé el poquito de caldo que Esperanza me ofreció», piensa sin contener las lágrimas.

Se detiene, apoya la espalda en una pared y paulatinamente sus fuerzas van cediendo hasta caer sentado en la acera. La luz del sol le ilumina la cara e intenta protegerse, pero las energías le son insuficientes y no logra levantar los brazos.

Soporta la cabeza en la vetusta construcción y cierra los ojos. Gradualmente se va entregando a los brazos de Morfeo ante la esquiva mirada de los transeúntes.

«Vieja», susurra aletargado mientras avanza hacia el reino de los buenos, sumergido en un océano de luz envuelto en olas de munificencia, gracia, perdón y misericordia, entregándose a la merced del que, allá en lo alto desde el trono de gloria perdurable, todo lo abarca.

«¡Vieja!», exclama eufórico y estrecha con fuerza a su amada.

 

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Tiresias

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